Desde hace quinientos años hasta hoy, todos los años, durante las noches del primero de mayo y del cuatro de octubre, en Lula se celebra la fiesta de San Francisco. Fieles peregrinos recorren los caminos de Barbagia para visitar el santuario del santo en la colina dominada por el monte Albo. En un clima de absoluto recogimiento y espiritualidad, las mujeres depositan en los platos de los peregrinos una exquisitez: su filindeu, los hilos de Dios, una menestra que calienta el cuerpo y nutre el alma.
Sémola de trigo, agua, sal, caldo de oveja y queso. La receta se transmite de generación en generación y se prepara en grupo, junto a vecinos y nietos. La masa se divide, se toma una parte en cada mano, se extiende y se unen los dos extremos. Así se obtienen los dos primeros hilos. Luego, estos dos hilos se vuelven a estirar y a unir. Y así sucesivamente, ocho veces, hasta obtener 256 hilos. Por último, se colocan sobre una base de madera hasta obtener tres capas, cruzadas entre sí, y se ponen a secar al sol. Una vez se ha secado la pasta, se corta, se echa en el caldo de oveja, se mezcla con queso fresco y se sirve muy caliente. Es un plato poco común, que conocen muy pocas personas, siempre dispuestas a enseñarlo a quien se lo pida.
También el pan carasau tiene orígenes antiguos. Conocido en Italia con el nombre de ‘papel de música’, debido a su sonora textura crujiente, también el carasau esconde una historia colectiva hecha de empeño, rezos y alegría. Empezaba a prepararse antes del alba y se terminaba por la tarde, en compañía de amigos, parientes y vecinos de casa. Se rezaba para que fermentase bien, haciendo una cruz en la masa todavía blanda, y se decían palabras mágicas para garantizar el éxito. Luego, se enhornaba y, sentados delante del horno horas y horas, mientras empezar a olerse el perfume del pan, con las manos todavía blanqueadas por la harina, se explicaban historias, se hacían confidencias y se reía a destajo.
La fase final, la ‘carasadura’, es decir, el tostado, era el veredicto final, gracias al cual las mujeres podían respirar aliviadas. De repente, se obtenía algo para alimentarse y ofrecer a familiares y amigos. Crujiente y tierno incluso tras muchos días, desde hace siglos este pan no falta nunca en las mesas sardas, como símbolo de bondad y del compartir.